29 jul 2010

Temor de Dios


…e la bontà divina ha sí gran braccia
Iche prende ció che si rivolge a lei…
Dante Alighieri


La Vittoria era un pueblecito de Liguria, la región montañosa de Génova donde a finales de los 40 íbamos a veranear al Norte con la familia. Bucólico, poca gente, menos de un centenar de almas: viejitos campesinos que yo veía solamente los domingos jugando a las bochas en la placita frente a la Iglesia. A l'é curta, a l'é lunga. Y a medir inclinados con dos palitos la distancia entre las bochas y el bochín. Belandi figé… Nemu bacicha… Y bebían cerveza Peroni espumosa y tibiecita porque no había refrigeradores. Las mujeres en la casa preparaban las trenette au pestu con papas o au tucu. ¿Y los niños, los nietos? Despoblaban el campo para conseguir un trabaju ciú liviano en la vecina Génova.
Tenía que estudiar derecho penal. Salía de la casita semi campesina alquilada por mis padres por los tres meses de vacaciones. Y me sentaba bajo una higuera de amplias hojas. No hacía calor gracias a las brisitas marinas mezcladas con las brisitas de los últimos Alpes Marítimos. Me sumergía entre el verde de montaña y el Tirreno al fondo, lejos, de un azul intenso centelleante. Arriba, el celeste puro del cielo. Estaba yo en mi segundo año de Derecho.
Mi familia venía de Roma. Y allí nos encontrábamos con mis dos primos casi de mi edad y una primita. Venían de Génova a veranear también. Había solamente otras cuatro o cinco familias de veraneantes, de Génova también, que ritualmente llegaban allá. El ligur es muy tradicionalista. Marinero, de joven da vueltas por el mundo como nadie, pero en su tierra no sale de su pueblo. Es conservador. No quiere tantas novedades. Pero en mi familia ya se notaba cierto gitanismo quizás por las mescolanzas de la fuerte raza alpina con la romana y la calabresa; así que con los años seguiríamos viajando por el mundo.
La zona había pasado momentos terribles en la guerra, que había terminado hacía poco. Los lígures conocieron lo peor del fascismo, de los alemanes, de los partisanos y de los aliados. Los últimos momentos de la guerra, cuando imperó el sálvese quien pueda, revelaron la violencia primigenia de las cavernas. Nos avergonzaríamos sinceramente, después; pero la cometimos, antes.
Roma era la ciudad del Papa, Roma ciudad abierta. Los romanos pasamos hambre pero todavía no había aflorado Mr. Hyde. Y yo estaba en Roma, en aquella época.
En el Norte fue diferente. Los fascistas estaban rabiosos por la derrota que se les acercaba y se sentían acorralados. Los alemanes, arrogantes y más terribles que nunca. Los franceses bombardeaban una Génova prácticamente indefensa, para vengarse de la puñalada en la espalda. Los partisanos, en su mayoría comunistas pro Unión Soviética, provocaban la fría reacción teutona: 10 italianos fusilados por cada alemán asesinado.
Surgía y surge la duda: ¿Debe presentarse el partisano que tiró la bomba o dejar que maten a 10 rehenes inocentes?
En las postrimerías de la guerra hubo asesinatos, masacres y atrocidades de ambos lados. ¿Se luchaba por la libertad? ¿Quién luchaba por la libertad? ¿Cuál libertad?
La pesadilla de la guerra en Europa no terminó por las luchas intestinas, sino por las Industrias de Norteamérica.
Pero todo esto había pasado.
Entre nosotros, los jóvenes en toda Italia y en toda Europa, así como entre mis primos, no se hablaba ya de eso. Queríamos solamente vivir. Vivir.
- ¿Tú eres el chico que viene de Roma? ¿De 19 años?
Así me preguntaba una muchacha más o menos de mi edad, veraneante ella también, viéndome con ojos alegres.
Dejé el libro de derecho penal y las consideraciones sobre la guerra mirando al antiguo Tirreno, que de guerras sí sabia.
- Sí, soy de Roma. ¿Y tú?
- Yo de Génova, estoy aquí por las vacaciones, en la casa de mi abuela. Mi novio viene a verme todos los domingos desde Génova; pero hoy es jueves y estoy sola.
¿Qué hacer, querido Lenin?
Nos vimos en la nochecita.
Ya casi oscuro. Ya cenados. Aunque la cena era un detalle de poca importancia. Tomados de las manos, paseamos por la placita ya casi desierta. Un farolito de esquina de luz tímida y discreta. Sentados en la orilla de uno de los tantos muritos que dividen no se sabe qué. Habla y habla… Hablaba ella, en realidad. Me hablaba de lo que hacía en Génova. No recuerdo absolutamente nada de lo que me decía. No la escuchaba. No me interesaba escucharla. Me interesaba verla.
Tengo todavía una vieja foto de ella. Recuerdo el nombre, ahora, porque lo leí en la foto. Habíamos paseado en bicicleta toda la tarde. Algún besito, muy superficial, entre sonrisitas. Y a pedalear.
Al regresar del paseo, mis primos me miraron algo envidiosos. Éste llegó de Roma ayer y ya tiene una chica para salir.
Pero salir, en aquel entonces, era salir; no era como el salir de ahora. Era andar en bicicleta, comerse un pancito con salami, seguir pedaleando, besitos de vez en cuando. Nada más.
Pero llega la noche. Providencial. Las conversaciones de ella en el murito, otra vez. Uno se acerca más.
Los besitos son más frecuentes…
- Pero se nota que tú eres de Roma. Eres muy atrevido. Te dije que tengo novio…
- Que viene los domingos, y hoy es jueves.
- Que viene los domingos- repite. -No más besos, acá nos miran.
- ¿Quiénes? ¡Si todas las ventanas están cerradas!
- Y ¿si miran detrás de las persianas?
- Bueno…- la agarré de la mano, me siguió. Fuimos a pasear a la placita de la Iglesia, allí mismo, a doscientos metros.
La Iglesia oscurísima.
Portón cerrado.
El viejo párroco seguramente ya dormía.
Todos dormían.
Me acerqué al portón de la Iglesia.
Estaba entornado, pero no cerrado.
- ¿Qué haces?
-Veo...
Y el portón se abrió un poco.
- ¿Qué haces?
La tomé de la mano y pasamos.
Adentro algún reflejo de luz, de algunas velas olvidadas.
En las paredes se entreveían los carteles de los horarios de las misas. Uno de los carteles decía: “Cabeza cubierta para las fieles y descubierta para los hombres”.
Quizás los hombres no merecían ser llamados fieles.
Y había dos puertas para acceder a la Iglesia en sí.
No eran puertas propiamente, sino como unos separadores en tela pesada, quizás cuero. Había que empujarlas para entrar.
-¿Ves?-, le dije-. Esto no es la iglesia todavía. Éste es el patio, es la entrada. La iglesia de verdad está dentro, con el Agua Santa. Aquí no. Aquí no hay agua santa, aquí no está sagrado.
- ¿Qué haces?- me preguntó por última vez.
Y no me preguntó más.
No sé cuánto tiempo estuvimos allá, al amparo de la Santa Madre Iglesia.
Besándonos tocándonos abrazándonos apretándonos.
Mis manos acariciaban todo su cuerpo y las suyas el mío, pero al hacerlo cerraba los ojos, porque se avergonzaba.
Pero no más. No más, como hoy en día se haría, Iglesia o no Iglesia, patio o no patio.
Era casi de mañana, se veían las primerísimas e inciertas luces del día, cuando salimos, con el pelo y la ropa revueltos, a la placita.
No estaba ni el perrito usual.
Ella se fue corriendo a su casa, que estaba muy cerca.
Se volvió una sola vez a verme. Me mandó un beso con las manos. Siguió corriendo.
Y yo me metí por el caminito que a duras penas reconocía, a lo largo del cementerio.
Y allí, en el silencio del cementerio, a la vista confusa de hileras de severas tumbas blancas reprobatorias, me asaltaron antiguos temores.
Se me levantaba el cabello (que entonces tenía), los pelos, sentía como si alguien me tirara de las orejas. Antiguos miedos del buen muchacho que hacía poco hasta servía misa en la escuela. Ya no era religioso, así decía y me decía. Nada de supersticiones. Se habían caído los Ídolos, caído el Rey, el Duce, Jesucristo: la Trinidad Divina de pocos años atrás. Me ufanaba de libre pensador, pero... ¿Por qué esta sensación de culpa? ¿Y que las almas del cementerio quisieran castigarme?
Corrí hacia mi casa.
- ¿Llegaste por fin?- me preguntó mamá.- ¿Estás bien? ¿No pasó nada, verdad?
- No, mamá. Sólo que corrí un poco porque tenía frío.
- Ve a acostarte, hijo. Tienes una carita… Aquí todos sabíamos que estabas afuera, pero quién sabe dónde. Vete a dormir.
No sé por qué quise casi explicar:
- Estaba en la Iglesia, mamá…- Y me quedé dormido.
Nunca, nunca supe lo que pensó mamá. Pero tampoco olvidaré nunca su mirada.

4 comentarios:

La pelúa dijo...

esto es sencillamente una genialidad de historia, fantástica y hermosa. Mientras leía pasaban imágenes por mi cabeza de todo lo relatado como si lo hubiera visto en alguna película.
Enhorabuena.

Unknown dijo...

Me encantan tus historias, las palabras que se deslizan en italiano me recuerdan a mis abuelos y padres, buen estilo natural, sigue por favor. Un abrazo virtual. Malu

Aldo Macor dijo...

Cara Pelúa, tengo la impresion de que tu seas de Venezuela. Yo he vivido muchos años alla.Y el PELÚO me huele a venezonanismo. Gracias por tu comentario pero queria aclarar que esta historia, como tu la llamas, no es nada de inventado, sino un relato de cosas que me han sucedido a mi. Como en el retrato el artista plastico no se limita a reproducir las facciones sino que agrega algo de lo suyo, o sea lo interpreta, y asi crea el arte ( si es capaz de hacerlo), asi en el cuento, en el relato, lo que es la basica realidad se embellece e enriqueze con algo de detalle que deberian dar el toque. Asi que en general mis historietas de aqui son hechos reales, interpretados y visto a distancias de años. Comencè hace poquisimo con eso,,, y me divierto muchisimo. Ciao Pelua. Eres chama?

Aldo Macor dijo...

Cara Malú, es difiicil en pocas palabras expresar el monton de sensaciones que se tienen a mi edad cuando se comienza algo nuevo. Porque en realidad yo soy nuevo en Uruguay y soy nuevo en esta manera de escribir, en la cual me ayuda muchisimo mi hija. Y con tu comentario me estas animando mucho, tu tambien. Te lo gradezco. Pero te escribirè mas detallado, porque no quiero dejarte escapar. jajaja Ciao.