30 ago 2010

La piel de leopardo o el baño en la plaza

A chi vo' faaaa'?
(¿Quién quiere hacer?)




 Eva es una querida y dulce señora de algo más de setenta años que yo veo todos los días, al desayuno, almuerzo y cena en la casa de reposo donde la bondad divina quiso que yo, de 82 años, me internara voluntariamente para pasar los últimos decenios de mi vida. La entreveo cuando a veces paso por el salón de televisión y siempre asiste a mis conferencias semanales, de los viernes, donde hablo de las cosas que no le interesan a nadie, sobre las que todos aparentan interés y que consiguen un aplauso final, probablemente sincero, por haber llegado a su fin después de hora y media de monologo mío. ¿De qué hablo? De varios argumentos, de Garibaldi a Casanova, de Gandhi a Rasputín, coloreando la presentación AD USUM DELPHINI (para el hijo del Rey), tratando de mantener, con ciertas anécdotas caricaturizadas, algo de interés en un público donde los intereses son limitados a sus achaques y a sus nietos.

Esta señora Eva, menuda, tímida, frágil, con sonrisa siempre desdibujada, delicada, con mirada vagamente nublada y unos susurros por voz, ahora, con el frío agosto de Montevideo, se ha concedido el lujo de usar una bellísima piel de leopardo, donde el toque de desteñido es el toque de gracia de una elegancia demodé.

Y la miro… mis ojos fijos en ella, en su piel de leopardo, pero ya de repente mi mente se fuga muy lejos de aquí, muy lejos en el tiempo.

Y revivo épocas atrás, poco más que niño, en la dulce Campania de mi abuelo materno, en la placita de un pueblo del Napolitano donde al terminar las tardes de verano, se solía pasear (los hombres solían pasear) casi siempre en pareja, conversando y hablando, inclinándose en un saludo deferente al cruzarse con otra pareja, intercambiando conversaciones, saludos y deferencias. El ancestral instinto imitaba el antiguo uso de la plaza y del conversar en ella que el poderoso idioma de Homero había verbalizado en una sola palabra: Agorázein, donde Agorá era la plaza y Agorázein era el pasear conversando en la plaza.

Los hombres se tenían del brazo, discutían de las mil cosas profundísimas de las que hablan los hombres; el que tenía la battuta se paraba de golpe, como a remarcar la importancia de la última frase, seguían caminando, seguían parándose, remarcando con la expresividad de la cara y del gesto el antiguo teatro mímico y pantomímico de las tierras de la Magna Grecia.

Las mujeres no paseaban. Ni en Grecia ni en este pueblito de la ex Magna Grecia. Ella tenían siempre cosas fútiles de que ocuparse, como la cena, la administración de la casa, atender a los niños y a los niños mayores que conversaban de temas sublimes.

La plaza era casi todo un sottovoce, un brusio uniforme de conversaciones que a veces se oía ultrajado por la voz estentórea del Hombre de Servicios que pregonaba:

“A chi vo faaaa? A chi vo faaaa ?” (¿Quién quiere hacer? ¿Quién quiere hacer?

Había un hombrecillo, se le llamaba el Hombre del Servicios. Servicios no en el sentido de siervo sino en el más digno del hombre que sirve, que es necesario, que es útil para algo importante. En realidad se trataba nada menos que del servicio higiénico, dirigido máxime a la burguesía semicampesina que por algún motivo se encontraba lejos de su casa, de su mansión, que habían almorzado opíparamente en la casa de algún amigo, y que en la tarde salían a pasear con fines conversativos pero también digestivos. Ese hombrecillo de Servicios, él no lo sabía, pero representaba la continuidad de una antigua tradición Romana instaurada por el grande y Divino Emperador Vespasiano. Que amenazó con penas severas a toda persona reincidente que fuera encontrada en el acto de la íntima defecatio en el sagrado suelo del Urbe. Pero Vespasiano, siendo además de Divus también humanus, conocía las necesidades de intimidad de la gente y ordenó construir centenas de Vespasianos (como los llamarán desde entonces), que eran cubículos donde los paseantes en Roma, que eran 3.000.000 de personas en aquel tiempo, podían satisfacer sus necesidades biológicas.

Y este Hombrecillo de Servicios que yo recuerdo, cargado de historia, se ponía en un rinconcito de la plaza, pero alejado un poco de la Iglesia, por respeto. Tenía una sombrilla tipo parasol pero de un diámetro cuatro veces el de un parasol común y corriente.

Encajaba el palo en un fuerte tubo y éste en un hueco en el terreno, en la profundidad hasta que se sostuviera el peso del parasol abierto. Lo abría entonces y todo alrededor colocaba una tela que la fantasía del Hombre de Servicios había ya decorado con dibujos, caricaturas, frases celebres, noticias de prensa, o chismes cortos para reírse. Más o menos como se da hoy en día en los quioscos de periódicos, aparte de las revistas porno que no existían sino en la mente de los libertinos y en los prostíbulos de la Suburra (donde la meretrix exhibía en la puerta un dibujo ilustrativo sobre su especialidad y su precio). Esta tela naturalmente corría a lo largo de la sombrilla, llegaba hasta el piso, así que se formaba como una cabina, una tienda de excursiones, pues. Alguien podía entrar en la cabina, sentarse en un taburete especial y nadie de los de afuera podría ver en absoluto lo que el tipo hacía.

“A chi vo’ faaaa?! A chi vo’ faaaa?!”, pregonaba el Hombre de Servicios.

Y dentro de la cabina, escondido de los ojos indiscretos de eventuales indiscretos, el Don cliente o la Doña clienta, previa operación de desnudo de sus nalgas, se sentaba con alivio en el taburete que no era tan taburete sino más bien un recipiente.

¿Recipiente? Sí, claro, para recipere la defecatio que el cliente o clienta depositaba con dignidad. Una persona bien nunca haría ese tipo de depósitos en la calle.

Y la experta voz del Hombre de Servicios seguía pregonando sus servicios aumentando los decibeles de su voz para cubrir los decibeles producidos en el eventual esfuerzo sonoro de la defecatio.

Al terminarse la función, el cliente-clienta recurría al refinamiento ofrecido por el Hombre de Servicios, usando una especial tela colocada ad hoc, normalmente colgada a algún gancho y de notables dimensiones, para permitir servicios múltiples. O sea, para ser más claro: para que la gran tela sirviera a más de una persona. Sí, la tela de delicada factura para el uso de les nalges más delicadas, se compartía, usando cada uno de los clientes-clientas solamente una parte para su uso personal.

Así, después de haber sido usada y reusada por las sapientes manos de clientes y clientas, la delicada tela ya tenía unas cuantas manchitas color sepia, como dicen los pintores que de colores sí saben. Y así fue como la fantasía napolitana calificó la tela de los Servicios como “la pelle di Leopardo” (o piel de leopardo).

A chi vo’ faaaa! A chi vo´ faaaa! ¿Quién quiere haceeer?!

-¿Yo? Nada, Señora- le digo a la mujer, recobrando mi presente -Es que me sonreía porque viendo esa linda piel de leopardo que usted está usando, la mente me llevó a antiguos recuerdos de la Magna Grecia.

La señora me sonrió, con su sonrisa dulce, interpretando lo que le dije como un cumplido, y me dio un “muchas gracias” con una delicadeza exquisita.

23 ago 2010

Le stanze di Raffaello


(Capítulo de mi libro "Venezuela, ¡qué vaina!". Alfadil Ediciones, Caracas, 2001.)

En esa época, 1951-1952, en mis 23 o 24 años, yo trabajaba en Caracas todos los días hasta las siete u ocho de la noche y los sábados hasta las dos o tres de la tarde. El único día libre era el domingo, pero debía cuidarlo porque mi patrón de entonces estaba obsesionado por el trabajo probablemente porque no sabía hacer otra cosa. Uno se da cuenta que quienes trabajan mucho, obstinadamente, lo hacen porque no saben hacer nada más. No saben nadar en ese estupendo mar Caribe, no saben gozar de la playa, no saben jugar bridge, no saben jugar póker, no saben jugar tenis, no saben bailar y, para nombrar actividades más fútiles, no saben tampoco leer, no saben escribir, no saben conversar. No saben hacer otra cosa sino trabajar, pero no porque les guste hacerlo, sino únicamente con el afán de amasar un dinero que probablemente no podrán nunca disfrutar.
O quizás para huir de una mujer insípida.
Yo defendía la sacralidad de los domingos porque, si mi jefe se enteraba que el fin de semana estaba en Caracas, era capaz de llamarme para revisar algo que según él sería urgente. Me escapaba fuera de la ciudad, a Higuerote, a Los Caracas o a la Colonia Tovar, adonde se llegaba solamente en jeep. Y lo anunciaba en voz alta para que todos en la oficina se enteraran de que no me quedaría en Caracas, aunque a veces sencillamente me iba al cine de la esquina.
Costaba 5 bolívares la entrada y estaba muy cerca del edificio Terepaima, donde tenía mi apartamento de soltero, mi garçonnière.
Salía casi siempre con alguien del club de tenis donde era socio. En su mayoría se trataba de extranjeras jóvenes e infelizmente casadas, porque las muchachas solteras venezolanas tenían el problema de la chaperona en aquellos tiempos prehistóricos, así que para mí era un engorro hacer una cita con ellas: además en la prehistoria se incursionaba casi solamente con la fantasía. De modo que adquirí cierta fama de consolador de mujeres casadas.
También las consolaba verbalmente: todas tenían el terror de la palabra adulterio y yo les explicaba que para cometer adulterio, según el rito de la Santa Romana Iglesia, era imprescindible que por lo menos una de las personas fuera casada con el vínculo del matrimonio católico. Canónicamente hablando no existe adulterio entre un soltero y una casada según el rito protestante. Y menos según el rito musulmán o budista, porque el matrimonio de los no católicos no es válido según el rito católico; no existe, de modo que tampoco existe el adulterio que es un pecado contra el sacramento del matrimonio.
En definitiva, entre los distintos pecados, el más interesante es sin duda el que lato sensu se llama adulterio, sin considerar las confesiones religiosas de los adúlteros, y por cuatro motivos: primero y segundo, por el placer que le produce a las dos personas involucradas. Tercero, porque permite hacerte cierta cultura y experiencia que serviría, en otras palabras, para un eventual, posible y tradicional matrimonio al cual parece que todos estamos destinados. Y es bueno tener experiencia previa para que, una vez casados, no cometamos los mismos errores. Y el cuarto motivo es que se le hace una obra de bien a una dama en problemas.
Si una mujer no tiene problemas con su marido, decía, se da como un hecho que no cometerá adulterio. Ella es fiel por instinto, se considera reservada para un solo hombre. Así que cuando comete una infidelidad, casi siempre la culpa es del marido. Por supuesto según una versión que ellas me daban que, naturalmente, yo no podía ir a confirmar con los respectivos involucrados.
Entonces salía los domingos con alguna de esas señoras que el Hado quería que yo acompañase en sus jeremiadas, las lamentaciones del profeta aquél. Cuando salían conmigo se lamentaban de sus maridos. Eran casi todas de familia extranjera, emigrantes, o transferidas, alemanas y americanas con maridos que trabajaban como locos y las descuidaban.
Y digo lamentaciones porque cuando un hombre sale con una mujer dispuesta al adulterio, ella tiene la necesidad de aclarar que lo hace porque está obligada, pues ella es en el fondo una mujer fiel, o bien quisiera serlo, pero el marido… y allí comienzan las lamentaciones que un tipo de buen corazón debe escuchar. Forma parte del ritual. El tiempo del consuelo dura, promedio, de media hora a cuarenta y cinco minutos, justo el necesario para salir del restaurante (Le Monsegneur, que estaba allí cerca de mi casa) e invitarla a visitar mi apartamento para ver le Stanze di Raffaello.
Yo tenía y tengo todavía, traída de Italia, una magnífica colección editada por el Estado de la Cittá del Vaticano formada por unas cuarenta serigrafías muy bellas que representan le Stanze di Raffaello, frescos que decoran ciertas paredes de San Pedro. Algunas son de ambiente y sujeto religioso, pero de religiosidad romana, no fanática, la que siempre existió en la Roma de los papas del Renacimiento. Otras son de argumento pagano, como por ejemplo la de la Escuela de Atenas. Era una religiosidad cristiano-pagana. Al elegir las serigrafías quise destacar las de motivos religiosos-paganos con divinidades del Olimpo. Bien, había pegado todas estas reproducciones en las paredes y hasta en el techo. Se veían muy bien y sobre todo le daban al apartamento un aire de museo o de excentricidad con todos esos desnudos clásicos. Tenía cierta personalidad, tratándose de un apartamento en Caracas donde, cuando mucho, las familias respetuosas ostentaban insípidos bodegones o relieves en latón de Últimas Cenas. Así que yo las invitaba a ver le Stanze y ellas se aferraban a esa excusa novedosa y decían que sí, que podían subir, pero únicamente para ver le Stanze di Raffaello.
Una vez arriba les mostraba las serigrafías, se las comentaba, cuadro por cuadro, mientras también buscaba una musiquita y les ofrecía una copita de vino; todo con rapidez para que antes de que se dieran cuenta estuvieran cómodamente instaladas. Era imperativo tener siempre en la refrigeradora una botella de buen vino, o mejor de champagne.
Y como se supone que un hombre no le va a saltar encima a una mujer así como así, seguía hablando de arte. Además ellas estaban desoladas y querían contar las infelicidades de sus vidas. Había que hablarles para que se deshicieran de esa tensión que siempre siente una mujer, sobre todo si está casada, cuando entra por primera vez al apartamento de un hombre. Pero cuando se habla de arte, de Raffaello, de Miguel Angel, es otra cosa. Yo les decía, por ejemplo, y era verdad, que en Venezuela trabajaba muy prosaicamente en un taller de reparaciones de tractores, pero que en Italia frecuentaba el Circulo Artístico, la escuela del desnudo.
–¿Ah? ¿la escuela del desnudo?–, preguntaban. Y esto las intrigaba. Entonces les hablaba del ambiente de allá, del maestro, de los compañeros, de via Margutta, de la vida de artista, de las modelos. Y les seguía sirviendo champagne. En alguna ocasión recurrí al truco de querer hacerle un retrato al carboncillo. A veces realmente me provocaba hacerlo, sobre todo si el modelo era interesante. La modelo, para ser más exacto.... Y entonces sacaba mi caballete, el papel, el carboncillo y comenzaba el retrato y ella veía que sí, que era verdad, que lo sabía hacer, que yo era un artista. Y el arte es otra cosa.
De ese modo estaban contentas, no se sentían culpables. Porque la culpa, indiscutiblemente, era del marido.

15 ago 2010

Per la Madonna! Per dio! Per Hercules!


Invocación a la divinitas en la Roma Pagana y Cristiana)

- Why do I see you kissing my wife?
- Because of your rubber soles, Sir

Era en el ‘41 o ‘42, no recuerdo bien, en mi secundaria en Roma, en escuela privada y de sacerdotes Católicos Ingleses que hacían el saludo fascista en boga y obligatoriamente espontáneo.
Con mi amigo del alma Michele, peleábamos para decidir quien de los dos tocaría la campanita de la misa del domingo, también obligatoriamente espontánea. Y también descubrimos que podíamos robar algunas de las tantas rosas bellísimas que con gran diligencia cultivaba en el jardín de la escuela nuestro el Director, Mister Clance. Eran para regalarlas a nuestras amiguitas, nuestras primeras noviecitas y habíamos aprendido que las damitas se conmueven por una atención delicada y no les interesa saber de donde ni como proviene. El eventual robo confesado aumentaría románticamente el alón de misterio.
Pero naturalmente vino la ocasión, la última, en que el Director nos agarró con las manos en la masa: teníamos dos rosas bellísimas cada uno, de un rojo oscuro con algo de venitas misteriosas negras. Con su flema británica graciosamente mezclada con la impulsividad de los hijos de Remo, nos agarró de las orejas. Y literalmente nos embistió con su archirridículo acento a la Stanlio y Ollio (o, en español, el Gordo y el Flaco):
-¿Dónde creen que van Uds.? ¿Con estas rosas robadas? -
- ¡Per la Madonna, señor Director! (
(“Per la Madonna” significa “Para la Virgen”. Pero la interjección en italiano es interpretada además como una blasfemia a la Virgen. Per la Madonna!… Per Dio!… Per Hercules!, decía Plauto, el comediógrafo).
El Sacerdote se quedó perplejo.
-Estamos en el Mes Mariano, el mes de Maria. Son para el culto a Maria Virgen- le aclaré con mi carita de inocente.
Y al decirle que eran para la Virgen, el Señor Director además de perplejo se quedó paralizado… Soltó la presa o sea las orejas.
- Por estas ves, llévenselas. Colóquelas bien, son rosas muy especiales. Pero para la próxima, me pedirán permiso a mí, personalmente. En la tarde pasaré a ver como las habrán colocadas en el altar.
Y así fue como aprendí que para cualquiera eventual desavenencia, hay que tener siempre, siempre, una plausible excusa  lista.

10 ago 2010

La fimosis o el santo prepucio

 
(o el pudor de las mamás de antaño)
Fimosis es una bellísima palabra que viene del griego φίμωσις y significa estrechez. Se usa (se usaba) para indicar estrechez de un istmo, de una calle. Hoy en día el término ha sobrevivido solamente en medicina para indicar la estrechez de la piel que recubre el glande. O sea la cabecita del pene: el prepucio. Hay casos cuando el “huequito” es tan estrecho, que dificulta o impide que la piel del prepucio se deslice sobre el pene. En casos extremísimos, pero hay que ser muy desafortunado para tener eso, la apertura es tan estrecha que dificulta hasta la salida de la orina.
Bueno. Esa malformación se empieza a notar con las primeras erecciones del joven. ¿Cómo se da cuenta?
Cuando un joven comienza la dulcísima época de la masturbación, sus amiguitos le dicen cómo se hace pero él no lo puede hacer. O tratan de hacerlo juntos, con buen sentido de la camaradería. Pero le duele y suda y se enoja y grita a la sempiterna hermanita que le pide a gritos el baño, donde el pobre joven está en pelea con su pene erecto y el dolor que le produce la tentativa de masturbación.
Claro, hoy en día eso no sucede. Primero de todo porque las chicas saben cien veces más que el diablo y cuando tengan su primer hijo varón, deben de haber visto ya más de un pene y saben cómo están hechos. Y si no lo saben por experiencia propia, por ser virgencitas temerosa de Dios, habrán leído libros de sexo, visto películas, hojeado revistas de todo tipo, conversado con amigas o con sus mismas mamás, así que no se va a encontrar frente a algo desconocido.
Además las mamás, siempre hoy en día, tienen la asistencia constante de costosos y casi inútiles pediatras que lo primero que hacen es jugar con el piripicho del niño, a ver si todo funciona bien.
Pero eso no fue siempre así…
Ha habido casos históricos que no me importan absolutamente nada pero de los cuales refiero solamente uno… para reírnos un poco. A ver: ¿si les dijera que uno de los motivos, una de las causas de la Revolución Francesa, quizás no la más determinante históricamente, pero cuya influencia no debería subestimarse, ha sido justamente un caso de fimosis?
Sí, señores, un caso de fimosis real. ¡Nada menos que Real!
Resulta que el Divino por Gracia de Dios, Luis XVI Rey de Francia, marido de la exuberante María Antonieta, sufría de fimosis. Y las poquísimas veces que trató de hacerle el amor a su Real Esposa con fines de Descendencia Real, su Sagrado Piripicho le dolía muchísimo. Así que lo que normalmente es un goce para el más común de los hombres, para él, Ungido de Dios, era un tormento. Y la exuberante Maria Antonieta desahogaba en lujos, fiestas, extravagancias y quizás amantes la decepción de la cama nupcial; se volvió extremadamente antipática al pueblo de París, que veía y envidiaba los derroches de ella y terminó por cortarle la cabeza. ¿Los médicos de Su Majestad sabían del inconveniente de la fimosis real? Muy probablemente.
Pero también era cierto que no se podía permitir que un Cristianísimo Rey de Francia fuera un circunciso, como cualquier mercader judío.
Bueno, se dio el caso que cuando yo, a mis quince años, probé los primeros ejercicios autodidácticos, me di cuenta de que algo iba mal.
Y no sabía lo que era. La piel del prepucio se me quedaba pegadísima al glande, no había manera de despegarla, parecía pegada con cola de carpintero. Y el pobre glande yo lo lograba descubrir solamente por milímetros con dolor y en más de una sesión. Y duré semanas, semanas… parece horrible o risible, ahora, pero duré semanas para poder por fin retirar toda la piel del prepucio.
Pero… allí estaba el otro inconveniente.
Existía la maldita fimosis, cosa desconocida para mí, para mi mamá y quizás también para mi papá. Nunca me atreví a preguntar a nadie. De esas cosas NO se hablaba.
Así que cuando, por fin despegada la piel del glande, traté de proceder a los movimientos rítmicos sugeridos por los amiguitos de experiencia, no podía absolutamente mandar atrás la piel, estando en posición erecta. Lo podía hacer solamente con el pene en estado de reposo.
Tuve que adaptarme a mi situación, y fue un proceso muy largo en mi adolescencia. Por fin, dale y dale, la piel del prepucio comenzó a ceder y podía usar mi atributo más o menos bien, sin dolor. Pero siempre con cierta precaución.
En una ocasión ocurrió algo inconcebible y quizás increíble.
No puedo decir en qué año, ni qué edad tenía yo, porque me da vergüenza admitirlo. Diré solamente que no era ya tan adolescente. Bueno. En una ocasión en una zona de Italia de cuyo lugar no quiero ni debo acordarme estaba yo viviendo en una especia de comunidad. Y no tenía muchas ocasiones de tener chicas a disposición para mantener aceitados los motores. Así que evidentemente mi prepucio comenzó a recuperar algo del terreno perdido. Y fue una desagradable sorpresa para mí, que creía ya casi resuelto el problemita.
Resulta que en ocasión de no recuerdo qué, fui invitado no recuerdo dónde. Yo estaba solo en aquel entonces lejos de Roma, lejos de la familia, lejos de amigos, lejos de todo. Así que acudí a la invitación y me presenté a ese sitio. Al poco tiempo entablé conversaciones de no recuerdo qué cosa con una chica del lugar, ni fea ni bonita. Y al rato salí con ella para dar una vuelta en la zona. La vuelta era un paseo a pie. No tenía coche, no tenía moto, no tenía plata tampoco, así que el paseo fue en la periferia de la pequeña ciudad que estaba a la orilla de un bello y romántico y conocidísimo lago del Norte de Italia. Agarraditos de las manos, ella me llevó a un sitio muy agreste, muy cerca de un restaurante cerrado ese día. Silencio, oscuridad casi absoluta y apenas unas luciérnagas con sus lucecitas a la búsqueda de la pareja.
- Como nosotros- le comenté. No me hizo caso y quise besarla. Se retiró débilmente.
- ¿Tú eres de Roma, verdad?
- Sí, soy de Roma. ¿Algo en contra de los romanos?
- No. Solo me dijeron que Uds. son largos de manos.-
- Mira las mías. ¿Como te parecen? ¿Demasiados largas?
- Tienes lindas manos. ¿Tú no trabajas con las manos, verdad?
- Depende. ¿Quieres probarlas?
Y allí comenzó el tócame y no me toques, el bésame y te beso, acaríciame y te acaricio. Y a la media hora, allí mismo, a la luz de las luciérnagas, ya emocionados, ella misma se extendió en la grama. Acepté entusiasta la invitación.
Pero no pude.
¡El bendito prepucio! Y me dolió. Y me dolía.
De alguna manera resolvimos con los recursos de los sucedáneos. Pero tenía que darle una explicación. Y le expliqué, con un poco de vergüenza pero con mucha franqueza; aunque no consideré oportuno el ejemplo de Luis XVI.
Y entonces la chica, de cuyo nombre esta vez sí, no puedo acordarme, demostró una actitud que nunca hubiera imaginado. Me dijo que ella tenía un novio. Que era su novio desde tiempo, y que posiblemente terminaría casándose con él. Pero que era casi un mes que se habían peleado por tonterías y no habían tenido relaciones. Y siendo ella, me dijo así, muy estrecha de vagina, ella iría donde el novio, harían las paces y le haría el amor lo más posible para que pudiera ensancharse lo suficiente. Y me avisaría para poder estar juntos bien, como era debido, sin que yo sintiera dolor. Fue de una gentileza exquisita
Y así fue.
Y todavía hoy al contarlo me avergüenzo del pacto convenido.
A los dos meses, casualmente, la encontré en la calle, del brazo del novio y me lo presentó. Era un tipo unos diez centímetros mas alto que yo, con unos músculos y pectorales que le salían de la remera.
Más nunca fui a buscarla.-
¿Y mi fimosis?
Tuve que llegar casi a los cuarenta. Pedí ayuda a un amigo, gran médico, magnífica persona, que sabía sumamente católico apostólico romano, cosa que no me interesaba y que ni mínimamente pensaba tuviera influencia en él como médico. Yo no conocía ese aspecto de él: su extravagante religiosidad que se me reveló en esta ocasión. Nos habíamos conocido años antes. Fue el médico partero con el cual nacieron mis hijos. Era mulato, siempre con una sonrisa dulce y comprensiva en los labios. Era también médico de monjas. Su despacho se llenaba de religiosas porque ellas a veces son mujeres y necesitan asistencia ginecológica. A las personas que se veían medio pobretonas, no les cobraba. A mis hijos no les cobraba tampoco. Y muchas veces se olvidaba de los honorarios también conmigo, que de pobre en aquel entonces tenía solamente la situación de mi cabellera. Le hice un busto en bronce, por amistad, un retrato muy bien logrado que prácticamente le regalé y que ahora está en mi página web. Cuando un día fui a pedirle consejo y ayuda sobre mi problema de la fimosis, me di cuenta que no quería recurrir a la circuncisión. Me dijo que no era necesario. Y le creí. En dos oportunidades me hizo un cortecito que, según el, debería resolver mi problema sin intervenir en los designios originarios de Dios, que sabe lo que hace. La circuncisión era un invento de los judíos. Pensé que hablaba en broma. Al segundo cortecito sin resultados definitivos por fin me di cuenta claramente que por motivos misteriosos, anatema anatema, trataba de evitar recurrir a la circuncisión. Me asombró su actitud.
Naturalmente la mente se me fue a casos donde por ignorancia, tradiciones, supersticiones, temores, la así dicha Verdad de la Fe supera a la Verdad de la Razón. El fanático religioso, de cualquiera religión, prefiere dolor y sufrimientos antes que reconocer algo que vaya contra sus supuestas verdades de fe.
Y naturalmente me sonreí al recordar la ridícula tentativa de muchos cristianos de querer esconder el origen judío del hijo de su Dios, al punto que se eclipsaron cuadros y retratos, por lo menos en Italia, donde aparecía la CIRCUNCISIÓN DE JESUCRISTO.
Y no solamente por fanatismo religioso sino también por fanatismos de razas, como en muchos sacerdotes protestantes en Alemania en las décadas de 30 al 40.
Total las ánforas contenedoras de tantos y tan santos prepucios, reliquias adoradas por los primeros cristianos, deben haberse desvanecido en el espacio.
Bueno, regresando a mi caso, a mi santo prepucio, el problema no se resolvió con ese amigo mío gran medico y gran católico y decidí buscarme otro médico que no fuera ni cristiano ni judío ni musulmán sino simplemente médico. Me mandé circuncidar, el prepucio se lo comió el gato y conseguí mi liberación masculina.
Traté de recuperar el tiempo perdido pero eso me trajo problemas de otro género.
¿Ahora?
Ahora, en Montevideo, cuando salgo de las duchas de mi club de Natación, a veces encuentro a alguien que me saluda: SHALOM…

7 ago 2010

La filmadora con night shot


En dialecto de Roma se dice: “Fatte li cazzi tua” (Piensa en tus cosas)

No fue hace mucho tiempo. Solamente entre diez o quince años atrás. Anteayer para mí. Mi esposa y yo estábamos en uno de nuestros periódicos viajecitos de primavera-verano a Italia, para saludar parientes, amigos, comprar los que nos serviría de vestuario por dos o tras años, hasta el próximo viaje.
A veces nos sumergíamos en visitas turísticas pseudo-culturales. Tenía yo una nueva handycam, Sony, con visión nocturna. Y dábamos vueltas y vueltas, filmando, comiendo, tomando sol, comprando, turisteando, en fin, como dos buenos burgueses de mediana edad… y un poco mas. Una tarde, no recuerdo en qué ciudad de Italia, entramos a una iglesia para ver un cuadro del Pinturicchio que no conocía sino en fotos.
Y comenzamos a dar vueltas en el interior de la Iglesia, fotografiando y filmando inclusive un altar con fieles cantores. Y justamente estaba comentando con Gabriella que en España había sido problemático a veces fotografiar o filmar dentro de las Iglesias. Recordamos inclusive cuando, pocos años antes, tuve un altercado con un curita español de la Inquisición que muy autoritariamente me había puesto su ruda mano de campesino gallego ante mi objetivo, escupiéndome que en la Iglesia no se podía filmar. Sabía bien que en España las iglesias estaban llenas de fieles y en Italia de turistas. Pero eso no me impidió fastidiarme enormemente por esa actitud arrogante y comentarle, furioso y en voz alta: “¿Por qué el santísimo apóstol Pedro en Roma permite fotos y filmaciones y este tipo de Santiago (ah… estábamos en Santiago de Compostela…) osaba oponerse al Principal de los Apóstoles?”. Pero Gabriella me había agarrado ya del brazo, no hubo consecuencias y fuimos ido a comer un buen Pata Negra.
Eso fue unos años antes. Esta vez seguimos viendo y filmando el famoso Pinturicchio. Yo con mi handycam con luz para noche comencé a curiosear en los recovecos oscuros o semioscuros de los altares, a la búsqueda de algún detalle que no se distinguiera a ojo normal. Y de repente… zasssssssss… ¡Coño! En un rinconcito bien oscuro vi a dos tipos, supongo un chico con una chica, en plena faena fantasiosa. “¡Fellatio Fellatio!”, habría gritado con horror el curita gallego si hubiera sabido latín. Yo me limité a retirarme, fastidiado, pero le comenté a Gabriella:
- ¿Ves? Tú sabes que yo soy agnóstico, no es por eso, pero, cáspita, eso de “exuberarse” así en una iglesia, ¡es solamente debido a que esos jóvenes ignorantes y malcriados de hoy en día, no les importa nada de nada y se cagan encima de nosotros y de nuestras tradiciones!
Y me quedé como petrificado, preguntándome: ¿Qué se supone que debería hacer yo? ¿Agarrarlos a patadas? ¿Denunciarlos?
Mi esposa me miraba con su mirada siempre dulce y un poco irónica.
Al momento me tranquilicé y poco después le comenté:
- Si Dios padre les da cobijo a esos dos jóvenes, ¿quien soy yo para oponerme a esos designios divinos?
Gabriella me sonrió.
Y con esa extravagante consideración apagué la handycam visión nocturna y seguimos nuestra gira como si nada.