23 oct 2010

Crotalus terrificus ofendido




(Texto publicado en mi libro "Venezuela, qué vaina", Alfadil ediciones, Caracas, 2001)


Año 1967. Una inolvidable y peligrosa noche, todavía en la zona del Moján, en el Zulia, Valerio me salvó la vida.

Yo estaba haciendo una de esas esporádicas visitas a la zona de trabajo, más que todo para acompañar por un par de días al amigo y socio y conversar un poco con los obreros. La ejecución de la obra no ofrecía problemas porque era una simple deforestación, la maquinaria pesada tenía buena asistencia mecánica y, con enviar cada semana el dinero necesario, era más que suficiente para que el contrato se desarrollara bien.

Sin embargo, un jefe de compañía debe mostrarse de vez en cuando en el campo de trabajo, así como un general debe mostrarse en la primera línea, arriesgando algo junto con los pobres soldados, animándolos y concediéndoles algunos premios. Si una persona tiene la suerte de saber conversar con sus dependientes, soldados, obreros, empleados, estudiantes o hijos, y si sabe darles órdenes justas, mostrarles estima, consideración y aprecio, esos dependientes se encariñarán. Los obreros se aficionarán al jefe, los soldados al oficial, los hijos al padre. Y obedecerán.

­Llegué a la casa de campo en el Zulia, alquilada por el período de tiempo que duraría la obra, donde todo el personal comía y dormía. Después de diez horas de trabajo, aislados en aquella región, alejados de las residencias de cada uno, siempre se conversaba un poco antes de acostarse. Sobre el trabajo, las aspiraciones personales, la familia. Cuando yo iba, compartía con toda mi gente la casa, la comida y las conversaciones.

Esa noche había luna llena. Habíamos comido bien porque el cocinero se había esmerado en preparar algo especial para mí. Hizo unos espaguetis con salsa kechup que eran un insulto a veinte generaciones de italianos; pero también presentó una lapa que hubiera enorgullecido a Pantagruel y a mí me hizo olvidar el kechup. Estábamos todos sentados afuera de la casa-oficina, alguno en chinchorro, alguno sentado en el suelo, alguno en una de las pocas sillas que teníamos. A mí me parecía revivir los tiempos, ya lejanos, de cuando era militar en Italia, porque las conversaciones vertían, en ambas situaciones, sobre los mismos tópicos: mujeres, proyectos y chistes.

Cuando al rato decidí retirarme a dormir, quise hacer antes lo que desde hacía años acostumbraba a hacer: un poco de pipí. Pero no había baño, por supuesto, así que debía orinar allí mismo, a unos pocos metros de la casa, en medio del monte.

Estaba en la mitad de mis funciones, con las manos en la masa, cuando escuché un ruido como de taconeo. No por eso me interrumpí, pero el taconeo persistía. Hasta que, de repente, mi amigo Valerio se acercó a mí por detrás, me agarró por un brazo y me haló fuertemente alejándome tres o cuatro metros de donde estaba. Sin embargo, al hacer esas imprevistas piruetas lo salpiqué abundantemente con lo que se estarán imaginando.

–Cónchale, doctor, disculpe, pero ¡coño! –me dijo medio divertido y medio fastidiado por la ducha imprevista–. ¿Cómo se le ocurre? ¿No se dio cuenta? ¡Le estaba orinando encima a una cascabel! La cascabel se arrecha, claro, cualquiera se arrecha si uno le mea encima, ¿quién no?

Y me miraba, tratando de secarse, mientras los obreros se reían.

–¡Sí, cómo no, ríanse!–, les gritó Valerio. –¡Que si la cascabel lo picaba ahí, quiero ver quién se lo iba a chupar, nojoda!

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10 oct 2010

Los del lado de acá, los sobrevivientes


Experiencias y consideraciones sobre una casa de reposo para ancianos 


 
Nunca yo había tenido experiencia directa de lo que fuera lo cotidiano en una Casa de Reposo para Ancianos. Debo admitir que es la primera vez que me sucede ser viejito.   Lo confieso. Mi nueva experiencia de vida en un geriátrico comenzó el año pasado a mis ochenta y uno.

“Antes”, hasta mis 40, era joven, bello, alegre, simpático, seductor. Aun que no siempre el joven es bello, alegre, simpático y seductor, le queda  siempre lo de ser joven; y todo lo eventual negativo se renueva por un nuevo logrado éxito, con una copa de vino o con una mujer.

Eso, “antes”.
Pero “después”, con el decaimiento progresivo, si  se quita el supuesto de ser bello, alegre, simpático y seductor, le queda a uno solamente lo  de ser viejito. No es mucho.

Se inicia la inútil búsqueda de la cuadratura del círculo pero solamente se inicia a buscarla en esta fase de la vida.

El termino casa de reposo es muy amplio.
Las hay de varios tipos. Casa de Reposo para Ancianos, Manicomios (se le decía antaño), Asilos, Casa de Retiro para mayores de la tercera o cuarta edad, Conservatorios, Salones de Espera del Último Tren para Yuma…o como quieras llamarlas. Desde el más miserable Asilo donde el excremento huele a excremento a un kilometro de distancia, a la Casa de Lujo para Mayores Hábiles de la Tercera edad, llenas de flores y de sonrisas  felices en los folletos de propaganda y donde ves los residentes. que hasta salen manejando sus coches en compañía de la linda chica desinteresada  que  espera cariñosa que el viejito estire la pata y le deje la herencia. Gratuitos los unos, a más de 5000 o 10000 dólares los otros.
 Pero el denominador común es mantener en vida con más o menos adelantos tecnológicos y supuestas comodidades a personas que han cumplido ya con su primaria función fisiológica del crecer y multiplicarse. Y si, alguna vez, algunos poquísimos han dado algo más de sí mismos dejando huellas en este mundo de porquerías y bellezas, ya estos poquísimos no están en condiciones de ofrecer nada mas que no sea una buena herencia e inútiles sabios consejos que a nadie interesan. .

La primera siempre aceptada, obviamente, pero únicamente por  respeto a las últimas voluntades del querido deudo, dicen los herederos  y con los ojos que reflejan la alegría  de aceptar esas voluntades. Los segundos siempre extemporáneos e inútiles por la infranqueabilidad entre generaciones; y olvidados al momento del despido.
El fin es mantener artificialmente con vida personas de ninguna utilidad social,  y que en realidad ya no viven.
Casi todas las agrupaciones humanas se ocupan hoy en día del problema de sus frágiles viejitos: los Gobiernos-Estados por su relativamente nueva filosofía social donde el voto de un jovencito inexperto, un profesor universitario, o un semi- demente senil tienen el mismo peso: las sociedades particulares con fines de lucro para conseguir su lucro: los familiares para cumplir con las costumbres y tranquilizar sus conciencias. Y se mantiene en vida, de manera antinatural, con costos más o menos elevados, lo que según la ley de la naturaleza ya no debería existir.
 Nos hemos transformado en hombres biónicos, y caminamos todos con muletas; y muletas son las operaciones de cataratas, los aparatos auditivos, los dientes postizos, los implantes dentales, las varias operaciones de carácter estético para felicidad del cirujano plástico, los bye pass, los varios trasplantes de órganos para satisfacción profesional y económica del médico y beneficios ilícitos para el oscuro negocio de su mercantilización.
                                                                    ***
Estoy sentado en mi mesa, en el comedor social del Residencial que me hospeda. Por mis razones que no vienen al caso referir y que de todas maneras a nadie les interesan, lo preferí a la alternativa del Hotel o del apartamento que con nostalgia patética recordaría mi garçonnière de mis treinta años.
Y me encuentro bien. Claro que me encuentro bien. Relativamente bien.
Se me indicó este Residencial como uno de los mejores y más nuevos de éste lado del mundo donde mi vida “folklórica y variopinta” probablemente terminará, después de haber cambiado casa, residencia, domicilio o demora, como quiera llamarse, por 21 veces, entre tres continentes, seis ciudades en Europa y cuatro en Americe latina. Y después de haber hablado, escrito, leído más o menos bien y más o menos mal en ocho idiomas. Después de haber vivido, aun sin comprenderlas realmente por ser todavía muy joven, las postrimerías de la guerra 39-45 Y después de haber pasado, en búsqueda de identidad,  políticamente y en buena fe, de la extrema derecha a la extrema izquierda, cuando no había llegado todavía ni a los 20 años… Después de haber usado  mi título de Dottore in Giurisprudenza solamente por poco más de una año, en Roma, como Funcionario Público. Haberme transformado en Constructor-Contratista del estado Venezolano por veinte años más con  la Compañía de Construcciones fundada por mí, ganando dinero y perdiendo dinero, “dos veces en el polvo y dos veces en el altar”.  Y  después de haberme dedicado  por otros veinte años a transformar mi sueño juvenil y mi hobby por las artes plásticas en actividad profesional tratando de convencer a todos de mis sublimes habilidades artísticas. Y después de haber  leído y espero no del todo olvidado todavía los 2503 libros de mi biblioteca...
…después de esto, ahora, aquí, sigo dibujando, escribiendo, interneteando y curioseando, voluntariamente limitado, por ahora,  en el perímetro de mi residencia actual.  Y trato de someterme, con gran esfuerzo mío y paciencia de los demás, a unas necesarias normas de ambiente  de grupo al cual no estoy absolutamente acostumbrado. Pasar de ser “uno”, a “uno como los demás”.
¿El ambiente? Habría que conocer a muchos  para dar una opinión  certera.   
Así que, siempre mas-o-menisticamente hablando, aquí se nota una buena construcción, áreas verdes, varios servicios sanitarios deportivos y de esparcimiento. Buena atención médico sanitaria y alimenticia. Confortables habitaciones mono locales para el descanso de no se sabe qué actividad cansante. El personal en general de buena calidad, pulcros, sonrientes.
Y estamos sumergidos en el lado de “acá” de nuestra sociedad. Estamos entre los sobrevivientes y los que obedecen.
En el lado de “allá” están los que nos mandan: todos los jóvenes, los médicos, los enfermeros, los auxiliares y psicólogos y nutricionistas y vigilantes y camareros y cocineros, el cuidador del  jardín y hasta los familiares;  todos nos  mandan siempre, cada uno a su manera. Con una sonrisa en los labios, pero siempre nos mandan.

Yo observo, veo, escucho.
ALDO: En mi " Estudio" en el Residencial






¿Qué observo? ¿Que veo? ¿Qué escucho?


Por ejemplo: al final del dio llega casi siempre y siempre apurado el hijo de una señora mayor, que fue, la señora, muy importante en su época, no muy remota: medico, congresista internacional, varios idiomas, profesional de renombre, ahora semi- paralizada, semi-ciega y semi- sorda en una silla de ruedas  rodeada por un constante renovarse de ayudantas-asistentas-camareras.El hijo, un hombre de unos 45 años, aspecto de intelectual, quizás profesor, siempre en jeans, mirada inteligente, frente alta, se le acerca, la besa, le habla al oído, con tono casi siempre alto para que ella pueda escuchar. Y la conversación con la mamá es un monologo de palabras casi incomprensibles que recuerdan ciertos borborigmos en tono de bajo. Monótonos y constantes. De repente ves que se levanta rápido de su silla, se acerca a paso veloz a la cocina, se confabula con alguien, o reclama algo, gesticula, regresa siempre con paso rápido al lado de su mamá y le da asistencia en varios detallitos, le limpia constantemente la boca.     Reordena  nervioso algo de desorden que según él ha producido la asustada asistenta durante los minutos de su incursión a la cocina. Otros borborigmos.
Y ¿la mamá? ¿La señora? La ex persona importante, ¿qué hace ahora? A veces contesta a mi saludo, cuando me oye o cuando me ve. Y el otro día,  conversando a su lado y su hijo, no recordábamos el nombre del socio de Pantagruel…y escuchamos de ella, en un susurro ronco: Gargantùa.

Por ejemplo: no con la misma frecuencia diaria, pero sí, casi semanal, llega el hijo de otra residente. Una señora que debe de haber sido bella y que todavía trata de cuidar con esmero su cabellera rubia suelta de persona joven y que vagamente me recordó a mí la de Verónica Lake. El verano del año pasa ella amaba ponerse al sol, en el jardín de la residencia, feliz y orgullosa del fuerte bronceado y quizás también del fuerte y exuberante decolletè. La felicité más de una vez por el color que me recordaba, le dije en un piropo disfrazado, las chicas en topless de Niza, en la Cote Azul. No sé si entendió, pero una sonrisa complaciente y quizás con algo de coquetería me agradeció el piropo.
 Al inicio de la primavera, hace poquísimos días, me acerqué a ella y le sugerí que tratara de tomar otra vez el color lindo del año pasado, exponiéndose al sol. Me miró con reproche:
“ El sol da cáncer en la piel!
“Puede ser”, le contesté, “pero se necesitan años de incubación. Yo también me bronceo al sol. Y para cuando nos saldrá cáncer, dentro de años, estaremos ya muertos y sin darnos cuentan.”
El hijo, de visita a su mama en ese momento, me miró y su mirada fue una expresión de resignación. Es un señor de unos cincuenta años, empresario de aspecto de hombre de acción, activo, ocupado. Las horas que dedica a su mama debe de tratar de recuperarlas en horas de noche. Y se nota el cariño para su madre. Le trae siempre regalitos y otras pequeñas cositas que ella pide con la insistencia del niño que persigue su chupeta.
Por ejemplo: con muchísima menos frecuencia llega el hijo de otra residente. Una dulce señora que conocí el año pasado. Y en un solo año pude constatar el fuerte deterioro. Alzheimer supongo.
Las “enfermedades” de los residentes son un secreto reservado a los médicos y enfermeros. Quizás a otras personas, pero no a los demás residentes, a los “Colegas Residentes”, que deben ignorarse recíprocamente.
Quizás sea mejor así. Y cuando la mirada más o menos distraída de un residente se posa casualmente en unos de los tantos dossier de cada uno de nosotros donde parece que están reportados todos los eventos, casos y cosas que suceden a nosotros, las enfermeras, médicos, o personal administrativo que está redactando los eventos del día, cierra de golpe la carpeta-dossier para que el secreto de lo sagrado se mantenga secreto, como los misterios Eleusinos. Pero quizás sea mejor así. Y el gesto de cerrar de golpe el dossier me recuerda el gesto de cerrar el libro, en los bancos del liceo, para que el profesor no viera la foto de la mujer desnuda que debíamos cuidadosamente ocultar entre las Anábasis de Jenofonte.
Y quizás sea mejor así. Y cuando viene el hijo, a veces solo, a veces con la esposa, a veces con sus hijos, se le nota tristeza en la cara al ver la mirada siempre mas perdida de la madre. Claro que quiere a su mamá. Pero… ¿sigue siendo su madre esa Señora? Quizás se lo pregunta, quizás no. O quizás no tiene el valor de pensar lo que piensa. Y la angustia sigue, así como seguía la mía, ya hace años, en las visitas que yo, viniendo en América, podía hacer solo muy esporádicas a mi madre, residente en un Residencial en Roma. Y me alejaba cada vez con la imagen tristísima de esa persona menuda, frágil, indefensa, que probablemente vería por última vez, sentada en su silla de ejecución, con la mirada dulce y angustiada pidiendo ayuda. ¿Cómo ayudarla?

Los veo a todos. Ellos y yo, sentado con ellos. Son mis “colegas”. Los veo. Los estudio.

Zombi. Sentados frente al televisor con pantalla amplísima. Algunos dormitan. Otros miran. Miran y no ven. Pregunto: “que película dan?” Nadie sabe.
Los que miran, quizás miran, pero no escuchan. Quizás miran al movimiento como las llamas del fuego en la chimenea o el agua que escurre en una fuente. Llega una enfermera: “Vamos a la merienda”. Alguien mira al reloj a ver si son las cuatro y media. Son las cuatro y media. Se levantan. Algunos solos, otros ayudados. Se dirigen convergiendo hacia el salón. Recuerdo la película de Michael Jackson. La primera y única que vi. No la olvidaré nunca. Ahora los “colegas” me hacen revivir la escena macabra de la marcha. No recuerdo el nombre de la película. Quizás no me guste recordarlo. O quizás yo también comienzo a tener falla de memoria reciente. Me pregunto si el ambiente contamina.


La India Guri

 
Después de la merienda, actividades sociales. Nos visita todos los lunes una linda morenita. Los ojos de dos colegas varones la siguen con cierto interés; pero por costumbre, diría. Costumbre atávica.  Es la Técnico en artes plásticas. Les enseña a dibujar. Hacen arte. Así se llama la clase. Todos alrededor de mesas, pinceles en la mano, acrílicos, colores, manchas. Llenan de color los dibujos o cosas preparadas por la Técnico. Veo mis hijitos al kindergarten. Misma escenita. Lo hacen con gusto. Rellenan con diligencia las zonas a rellenarse de colores. Están orgullosos. Los hijitos y los Residentes.
Otro grupito fue a los ejercicios físicos. Dirige un joven técnico también uniformado. Serio, competente, compenetrado. Los sienta todos a su alrededor. Y uno y dos y tres y cuatro.Repica un teléfono. Sube las escaleras una ayudanta: “llamada telefónica para….” Todos esperan que sea para él. La llamada es siempre para otra persona. Y uno y dos y tres y cuatro.
Se siente el paso rápido de una mujer. Paso rápido y ligero. Es la Directora. También joven, también bonita. También con siempre una sonrisa… estampada? Y mirada atenta puesta en mil detalles. Eficiencia de una alemana. Decide lo que podemos o no podemos hacer. Ojos luminosos como en las Mil y una noche.
Y, ¿qué hago yo aquí? Salgo al jardín. Me mezo en el chinchorro de moriche que traje del Delta Amacuro. Y de lejos, a treinta metros veo la estatua de la India Gurí, esa estatua de bronce, pieza única, tamaño natural que hice hace años de una India Warao y que me traje acá, conmigo, y coloque en el jardín del residencial. Me trae recuerdos muy dulces porque también me ayudó, posando, mi hijita Leila, adolescente. Es una indiecita sentada pensativa en una roca, con las manos y dedos abiertos, de donde le escurre el agua del Rio Caroní. Y se le escurre entre los dedos, como se le escurrió su cultura y como se escurre mi vida.