15 dic 2010

El corte de corbata


(Texto publicado en mi libro "Venezuela, qué vaina", Alfadil ediciones, Caracas, 2001)




 
 VENEZUELA .-   En 1967 conseguí con el Ministerio de Obras Públicas el trabajo más fácil de ejecutar de toda mi carrera de contratista y el que, además, mejor me rindió económicamente; quizás porque en esa época yo tenía un socio director de campo honesto y trabajador o, quizás, porque no había llegado todavía a mi límite de incompetencia.

(Que es la teoría de un estudioso norteamericano, un tal Peter, quien sostiene que todos estamos gobernados, dirigidos, administrados y manejados por incompetentes. Dice que el hombre siempre desea llegar un poco más allá de sus capacidades y, cuando lo hace, es cuando queda demostrada su incapacidad o incompetencia, de modo que se mantiene en ese nivel. Un escalón más abajo y sería competente. )

Nuestro contrato consistía en la deforestación del vaso de almacenamiento del río Tulé, en el Zulia. A mí me correspondía deforestar  4.000 hectáreas y había otras 4.000, del mismo vaso de almacenamiento, que el Ministerio le había otorgado a otra empresa. El Ministerio suponía que, durante un verano, una sola compañía no podría deforestar 8.000 hectáreas, de modo que otorgó una mitad de la superficie a una empresa y la otra, a la mía; sin contar con que ambos contratistas éramos grandes amigos. El italiano dueño de la otra empresa me preguntó si yo estaba en condiciones de deforestar las 8.000 hectáreas por mi cuenta, a lo que respondí afirmativamente para concretar un acuerdo, entre nosotros, donde yo ejecutaría también su contrato y le dejaría un 10% de comisión. Esto  lo explico, aunque sea un poco aburrido, para que uno se vaya  haciendo un poco de cultura sobre los procesos de contratación de los asuntos ministeriales.

Mi amigo y socio Valerio, italiano también, se quedó en el campo como director de obras y dio inicio a los trabajos. Yo regresé a la oficina de Caracas. Una semana después Valerio me mandó a avisar que había muchos problemas en la zona, que si acaso no era posible rescindir el contrato… que había suspendido las obras y que él no se quedaría allí un día más. Estaba alarmadísimo.

Me precipité a Maracaibo.

–Doctor, doctor–, me dijo. –Aquí hay gente mala. Peligrosa. Estos no son como los venezolanos que conocí hasta ahora, qué va.

–¿Qué pasó, Valerio?

–¡Qué pasó, qué pasó! Hasta ahora, nada. Pero imagínese usted que yo, claro, llevo todos los días a los obreros a la obra; porque si no los llevo yo personalmente me llegan tarde, así que siempre los llevo con dos camionetas… Y desde la casa donde estamos vamos hasta el campo, hasta la presa, y la carreterita, que naturalmente es de tierra, pasa por un caserío. Y entonces resulta, resulta… –Valerio estaba cada vez más nervioso, se acaloraba, sudaba. –Resulta, doctor, que tengo que pasar con las dos camionetas frente a la casa de un tipo que vive allá, que es todo un guapo, un cacique. Porque aquí hay caciques, ¿sabe? Y este cacique salió de su casa y se plantó en medio de la carretera, cortándonos el paso, y me dijo: «mira, musiú: ya pasaste demasiadas veces frente a mi casa y me estás levantando mucho polvo... y eso me está molestando. Si me vuelves a levantar polvo una sola vez más te va a caer el corte'e corbata».

Valerio se interrumpió y me miró atentamente, para estar seguro de que yo hubiera entendido bien.

–Entiendo, sí, lo amenazaron. ¿Y qué es eso del corte de corbata, es muy grave?

–Ah, ¿ve? ¿Ve que no sabe? Claro, porque usted está en la oficina de Caracas, con aire acondicionado; yo sé que su trabajo es importante, doctor, pero aquí, coño, aquí, con esta gente, tengo que estar yo. Y usted no sabe lo que es el corte de corbata.

–¡Pero dígame qué es este bendito corte de corbata!–. Yo comenzaba a reírme porque Valerio estaba tan nervioso que parecía un niño descubierto en medio de una travesura.

–El corte de corbata consiste en que te agarran, te cortan la garganta por aquí, ¿ve?, por debajo y te sacan la lengua… y la hacen colgar por afuera de la garganta como si uno tuviera una corbata. Sí, una corbata con tu propia lengua. ¡No, qué va! Yo aquí no me quedo, doctor. Búsquese a otro, lo siento mucho, pero ¿yo, aquí? ¡No! Con ese corte de corbata, el corte de corbata… imagínese, el corte de corbata… –y Valerio se alejó de mí, retrocediendo hasta llegar a formar un grupo con los obreros que estaban allí, escuchando la conversación, con las mismas expresiones de susto. Fue emotivo  y hasta cómico verlos haciendo un frente unido contra mí, el capitalist bastard.

Al día siguiente fuimos juntos al campo. El gran macho de la zona había dicho que quería hablar con los jefes de la Compañía, de cacique a cacique. En un primer momento pensé en llevar con nosotros a algún ingeniero del Ministerio para que el trato fuera más oficial, pero mi intuición me decía que era mejor ir solo con Valerio, a ver si podíamos llegar a algún acuerdo «a la italiana».

Y así fue.

El cacique nos recibió en sus predios con su cara enfurruñada de pocos amigos. Despotricaba diciendo que, para ellos, el gobierno nunca hacía nada. Que la presa era para llevar agua a Maracaibo, que a nadie le importaba un caserío de indios y que, por eso, tenían que defenderse como podían.

–Bueno, ¿qué es lo que quiere que hagamos, jefe?–, le interrumpí, cortando el río de quejas–. Si es posible, lo haremos.

Lo miré fijamente a los ojos y traté de darle a mi expresión la mirada más dura de un «hombre-que-se-respeta».

Para decirlo brevemente, el pobre hombre quería que le echáramos un poco de RC2, es decir de asfalto, a un trecho de quinientos metros de la carreterita de tierra que pasaba frente a su casa, para que no se levantara tanto polvo.

–Usted pide  mucho… –le mentí, aliviado porque era una exigencia insignificante. –Pero se lo voy a hacer. Y se lo voy a hacer porque usted se lo merece, porque es un hombre valiente que defiende a su gente.

El cacique quedó muy satisfecho porque le dije eso frente a tres o cuatro compadres.

Unas semanas después volví a la zona y me ofreció una india «para que me calentara la cama en las frías noches zulianas».

Tal vez tuve una expresión incierta cuando escuché su ofrecimiento, porque consideró oportuno agregar:

–Usted puede estar seguro de ella, ¿sabe? Porque la que le ofrezco es… ¿Ve a esa mujer de allá? –y me indicó con los labios, en ese típico gesto venezolano que es señalar con la boca, una india medio viejona que estaba entre un grupo de mujeres de mediana edad. –¿La ve? Bueno, la que le ofrezco es hija de ella, una que tuve yo con ella–. Y entonces me señaló, otra vez con los labios, a una linda muchacha de ojos asustados.

Debo de haber puesto cara de alivio. En esta situación tan nueva para mí, había supuesto que me quería ofrecer a su mujer, a la viejona esa. ¿Derecho de hospitalidad india? ¿Estaba yo obligado a aceptarla?

Mi expresión de alivio fue lógicamente interpretada como una aceptación, así que el cacique concluyó:

–Cuando Usted termine su trabajo aquí, si le gusta la muchacha y se la quiere quedar, puede llevársela, ¿sabe? Pero si se me la lleva pa' Caracas, me la tiene que pagar. Con cien bolívares se la lleva pa'donde sea. ( Bs 100 eran $ 30 en la época)

Cuando regresamos a nuestra oficina, mi amigo Valerio, ya tranquilizado por el problema del corte de corbata que tanto lo había angustiado, comenzó a reírse y reírse como un condenado:

–Ahora quiero ver cómo sale usted de esta vaina… ¿Y si le daba la vieja? –Y se reía, aliviado porque ahora el problema era mío–, pero la indiecita es linda, doctor, ¡tiene unas tetas…! ¿Qué va a decir su señora esposa cuando se la lleve para Caracas? ¡Ah, pero usted y yo somos socios, doctor! Adelante, que si usted no quiere a la indiecita –y se partía en dos de la risa–, pues yo me encargo de ella.

1 comentario:

Mariano Cassano dijo...

Qué historia tan triste.