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SANTA IRENE
EMPERADOR DE ORIENTE.
La Emperatriz Irene es de la misma época, de los mismos años que
Carlomagno: alrededor del 800 después de Cristo.
En Europa, después del
terremoto de la caída de Roma, la gente andaba a tientas, en la oscuridad
supersticiosa de la edad media, entre imágenes
de brujas, demonios y llamas del infierno. Pero eso casi no sucedía en
la España Mozárabe, donde las únicas luces de saber eran las de hebreos y
musulmanes, en ese breve y feliz periodo
de casi simbiosis y tolerancia reciproca.
Nosotros los europeos, supuestamente cristianos, llamábamos infieles
a los musulmanes. Y los fieles a Mahoma llamaban infieles a los secuaces
de Cristo. Así que durante esos años no
se sabía bien quien era fiel y quien no, así como ocurrió al pobre mío Cid
Campeador, pobrecito, que en las dudas a veces guerreabas contra unos y a veces
contra otros.
Vamos a dar una ojeada
rápida al mundo de aquellos tiempos, a ver qué sucedía un poco antes del año 1.000.
En Rusia, la que sería la Rusia actual, estaban por
llegar unos Vikingos, de la tribu de los
Ruotzi; y el nombre de Rusia deriva exactamente de esos germánicos.
Italia estaba llena de Condeas Francas, o sea
franceses, o sea de los germanos
francos. Roma, y alrededores, estaban “por su cuenta”, propiedad indiscutida de
la Iglesia Católica Apostólica y, naturalmente, Romana. Habían quedado, siempre
en Italia, dos Ducados Longobardos, ellos también constituidos por grupos de origen germanica.
En Sicilia habían
llegado los Sarracenos desplazando a Normandos y Suevos, otros grupos étnicos
de germánicos. Y había también unos
Bizantinos esparcidos por aquí y por allá.
En ese magnífico crisol de razas comenzaron a florecer por geminación
espontanea los Monasterios; fenómeno que a pesar de sus muchos defectos y
abusos, también tuvo enormes méritos manteniendo viva cierta cultura que quizás habría desaparecido en el fragor
de las espadas. Los
monasterios, de Italia o de Francia y de otros países europeos, no se dedicaban solamente al comercio, como
sus homólogos bizantinos, sino que también trabajaban y copiaban textos de
poetas, científicos, escritores, filósofos, clásicos griegos y latinos, textos
en hebreo y en árabe incluyendo poesías o tratados licenciosos que casi seguramente no entendían o
aparentaban no entender.
¿Y la China? ¿Existía la China? Claro que
existía. Era el misterioso y lejanísimo Catay y en el auge y esplendor, en
aquellos tiempos, de la dinastía Tang, con
sus porcelanas bellísimas, dibujos en
seda, invención de la imprenta.
Y ¿México? Claro que también
existía Méjico aun que los europeos no
los habíamos “descubierto” todavía y construyan su bellas pirámides y las
llamaban del Sol y de la Luna.
Y en Oriente, en el Imperio
Romano de Oriente, en Bizancio,
Constantinopla, la nueva Roma, ¿que estaba sucediendo? Ellos tuvieron
serios problemas con pueblos limítrofes, pero nada comparable con las
invasiones barbáricas que tuvo Roma a partir del año 450 circa. Quedaron casi inmunes. Y cuando los
Sarracenos en su épico y fanático ímpetus de conquista trataron de acercarse
demasiado blandiendo sus alfanjes victoriosos,
fueron vencidos en la gran
batalla de Acroinós, si recuerdo bien el nombre. Por meritos del Emperador León
III, el Isaúrico. O quizás por intercesión de la Virgen María, según otros.
De todas maneras si Carlo
Martel no hubiera vencido en Poitiers y León en Acroinós,
todos los europeos ahora estaríamos en cuclillas con la frente en el piso rezando
a la Meca.
Ese mismo Emperador, el
Isaùrico, él que tanto contribuyó a salvar el cristianismo, prohibió algo que
Roma y los Clérigos en general no pueden permitir porque les restaba poder y autoridad
a ellos: prohibió el culto a las imágenes.
Estamos hablando de la
Iconoclastia. Palabra griega que significa “romper las imágenes”. Las imágenes sagradas.
Nada de besuquear las estampitas ni venderlas ni hacerlas. Tampoco adorar como tótem las estatuas sagradas
confundiéndolas con la divinidad misma.
Esa decisión provocó un problema tremendo entre Constantinopla y Roma. Entre el
Papa y el Emperador de Oriente.
¿Tenía razón el
Basileus a prohibirlas? Es cierto que la palabra escrita en aquellos tiempos
era de poca utilidad. ¿Quién podía leer los Evangelios o las Cartas de San
Pablo? El pueblillo ignorante, aquel mismo que se quería iluminar con la nueva
religión cristiana, era mucho más sensible a lo que podía ver y no a lo que no podía leer siendo analfabeta.
Obvio que las imágenes eran muy eficientes
como propaganda visiva. También hoy en día
son muchos más los que miran
televisión que los lectores de libros.
Pero también era cierto
que los inefables Monjes Orientales con el culto de las imágenes - de la
iconolatría, habría que llamarla – habían creado una magnifica industria
lucrativa. Se echaban cuentos inverosímiles sobre la mayor capacidad de una
imagen respecto a otra. Y el pueblillo
se lo creía todo y se asistía a escenas de histerismo colectivo pretendiendo que una imagen o un santo
fueran mejores y más poderosos que
otros. Por eso el querido Basileus, -
así se la llamaba al Emperador de
Oriente - quizás también envidioso del
enorme poder económico que iban adquiriendo los Monjes, dictaminó que aquel culto a las imágenes era solamente
una superstición y que amenazaba la
estabilidad del estado y el poder del Basileus-Emperador.
Así que prohibió las imágenes sagradas.
Y el Papa, de Roma, sin pensarlo dos veces, lo
excomulgó.
Excomulgó aquel mismo
Emperador, Leon el Isaurico, el mismo Emperador que en Acroinós, con o sin la
intervención de la Virgen María, había logrado detener la expansión del Islam. Y el Papa, además de la excomunión, eximió a los romanos de sus obligaciones de
pagar cierto tributo al Emperador, según se estaba haciendo desde tiempo y hasta
el presente. Y los romanos, tocados en sus corazones o más bien en sus
bolsillos, aplaudieron la decisión papal, con fervor cristiano, y católico y
apostólico y romano.
¿Qué tiene a que ver
todo eso con Irene?
Tiene. Porque es aquí
que aparece Irene en las escenas de la historia. Ella era la esposa de de Leon
IV, sobrino del Isaúrico. Y ella era muy a favor del culto de las Imágenes.
Cuando su marido murió – y alguien insinuó que por culpa de ella – ella fue
nombrada co-emperador a nombre de su hijo menor, el futuro Constantino VI, de 10 años. Y tenía el apoyo poderoso nada menos que de Tarasio, el Patriarca de Constantinopla.
Pero cuando Irene, confabulándose con Tarasio, trató de reintroducir el culto
de las Imágenes, los militares de Constantinopla, del partido contrario, sencillamente
mataron al poderoso metropolita. Hubo
otro Concilio, entonces, el famosísimo Concilio de Nicea en el 787 y se volvió
a autorizar el culto de las Imágenes. Irene fue feliz con eso. Pero, ¿qué va a suceder, entonces? Que
mientras tanto el jovencito Costantino VI seguía creciendo, como generalmente
sucede a todos los muchachos. Llegado a la mayor edad se fastidiaba siempre más
de la constante influencia de la mama en
los asuntos del Estado. Hubo una
tentativa de golpe de Estado. Irene astutamente la descubrió, y asumió
entonces para sí misma los máximos y absolutos poderes. Al rato
se dio otro golpe de estado y
esta vez Constantino VI recibe las insignias, el titulo y poderes de
Basileus-Emperador de Oriente. E Irene
para el exilio.
Pero, al fin, mamá es mamá, y Constantino,
como tierno hijo, la perdona y le permite regresar a la Corte de
Constantinopla. Y fue un error del
Basileus. Porque Irene siguió
confabulándose con los obispos y se llegó a otro golpe político. El pobre
Constatino VI irá a la cárcel. Pero no solamente “preso” sino que al poco
tiempo, para evitar otras sorpresas llegó la orden de Irene, la querida mamá, para
que le extirparan los ojos al hijo, el ingenuo Constantino VI.
Así que por fin Irene
consiguió su objetivos, el de ser nombrada emperatriz ella misma, sola, y con plenos poderes: Irene Emperador del Sacro Romano
Imperio de Oriente.
Al poco tiempo Irene
decide entablar relaciones diplomáticas
con el Imperio Romano de Occidente, más exactamente con Carlo Magno. Se pensó a
un eventual matrimonio entre Irene y Carlomagno, que hubiera tenido un efecto
enorme: nada menos que la restauración del antiguo Imperio de los tiempos pasados, cuando Oriente y Occidente
formaba juntos el gran Imperio de Roma.
Pero no se dio nada de
eso. Hubo quien dijo que Carlomagno miraba con suspicacia aquella mujer
demasiado emprendedora, temiendo terminar
también él en la cárcel y con sus ojos manjar para los gatos
Así que la Emperatriz
Irene siguió solita en su bella Constantinopla, ama absoluta del Imperio de
Oriente; hasta que por fin otra
conspiración palaciega la mandó definitivamente en exilio, en la bella Isla de Lesbos,
donde siglos atrás había nacido la gran poetisa Saffo, la que cantaba de sus
amores pecaminosos con las bellas muchachas de Lesbos: las lesbianas, pues.
Pero, aun que haya perdido un gran trono
terreno, nuestra querida Irene conquistó después otro reino en el paraíso, ya
que la Iglesia ortodoxa la santificó.
Y se transformó en
Santa Irene.
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3 comentarios:
Aldino: ¡Como siempre excelente comentario! La verdad es que no te veo a ti "de cuclillas" rezando en La Meca... más bien creo verte blandiendo una flamígera espada cortando toda la ignorancia. Realmente es increíble tu "Santa Irene". ¿cómo llego a serlo, después de haberle extirpado los ojos a su propio bebé? ¡Misterios "eclasiásticos"! Dejas al pasar algún comentario sobre Ruy Díaz de Vivar-más conocido por "El Cid"- ¿Cómo fue DE VERDAD este héroe?
Una querida amiga anónima escribió:
Aldo, ¡magníficas historias las que relatas con esa chispa jocosa que nos impide dejar de leerte! ¡Vaya ejemplo de amor materno el de Irene, la Santa-Diabla, que sacrificó también a su propio hijo para asegurarse el poder absoluto!
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