(Texto publicado en mi libro "Venezuela, qué vaina", Alfadil ediciones, Caracas, 2001)
VENEZUELA .- En 1967 conseguí con el Ministerio de Obras
Públicas el trabajo más fácil de ejecutar de toda mi carrera de contratista y
el que, además, mejor me rindió económicamente; quizás porque en esa época yo
tenía un socio director de campo honesto y trabajador o, quizás, porque no
había llegado todavía a mi límite de incompetencia.
(Que es la teoría
de un estudioso norteamericano, un tal Peter, quien sostiene que todos estamos
gobernados, dirigidos, administrados y manejados por incompetentes. Dice que el
hombre siempre desea llegar un poco más allá de sus capacidades y, cuando lo
hace, es cuando queda demostrada su incapacidad o incompetencia, de modo que se
mantiene en ese nivel. Un escalón más abajo y sería competente. )
Nuestro contrato
consistía en la deforestación del vaso de almacenamiento del río Tulé, en el
Zulia. A mí me correspondía deforestar 4.000 hectáreas y había otras 4.000, del mismo
vaso de almacenamiento, que el Ministerio le había otorgado a otra empresa. El
Ministerio suponía que, durante un verano, una sola compañía no podría
deforestar 8.000 hectáreas, de modo que otorgó una mitad de la superficie a una
empresa y la otra, a la mía; sin contar con que ambos contratistas éramos
grandes amigos. El italiano dueño de la otra empresa me preguntó si yo estaba
en condiciones de deforestar las 8.000 hectáreas por mi cuenta, a lo que
respondí afirmativamente para concretar un acuerdo, entre nosotros, donde yo
ejecutaría también su contrato y le dejaría un 10% de comisión. Esto lo explico, aunque sea un poco aburrido, para
que uno se vaya haciendo un poco de
cultura sobre los procesos de contratación de los asuntos ministeriales.
Mi amigo y socio
Valerio, italiano también, se quedó en el campo como director de obras y dio
inicio a los trabajos. Yo regresé a la oficina de Caracas. Una semana después
Valerio me mandó a avisar que había muchos problemas en la zona, que si acaso
no era posible rescindir el contrato… que había suspendido las obras y que él
no se quedaría allí un día más. Estaba alarmadísimo.
Me precipité a
Maracaibo.
–Doctor, doctor–,
me dijo. –Aquí hay gente mala. Peligrosa. Estos no son como los venezolanos que
conocí hasta ahora, qué va.
–¿Qué pasó,
Valerio?
–¡Qué pasó, qué
pasó! Hasta ahora, nada. Pero imagínese usted que yo, claro, llevo todos los
días a los obreros a la obra; porque si no los llevo yo personalmente me llegan
tarde, así que siempre los llevo con dos camionetas… Y desde la casa donde
estamos vamos hasta el campo, hasta la presa, y la carreterita, que
naturalmente es de tierra, pasa por un caserío. Y entonces resulta, resulta…
–Valerio estaba cada vez más nervioso, se acaloraba, sudaba. –Resulta, doctor,
que tengo que pasar con las dos camionetas frente a la casa de un tipo que vive
allá, que es todo un guapo, un cacique. Porque aquí hay caciques, ¿sabe? Y este
cacique salió de su casa y se plantó en medio de la carretera, cortándonos el
paso, y me dijo: «mira, musiú: ya pasaste demasiadas veces frente a mi casa y
me estás levantando mucho polvo... y eso me está molestando. Si me vuelves a
levantar polvo una sola vez más te va a caer el corte'e corbata».
Valerio se
interrumpió y me miró atentamente, para estar seguro de que yo hubiera
entendido bien.
–Entiendo, sí, lo
amenazaron. ¿Y qué es eso del corte de corbata, es muy grave?
–Ah, ¿ve? ¿Ve que
no sabe? Claro, porque usted está en la oficina de Caracas, con aire
acondicionado; yo sé que su trabajo es importante, doctor, pero aquí, coño,
aquí, con esta gente, tengo que estar yo. Y usted no sabe lo que es el corte de
corbata.
–¡Pero dígame qué
es este bendito corte de corbata!–. Yo comenzaba a reírme porque Valerio estaba
tan nervioso que parecía un niño descubierto en medio de una travesura.
–El corte de
corbata consiste en que te agarran, te cortan la garganta por aquí, ¿ve?, por
debajo y te sacan la lengua… y la hacen colgar por afuera de la garganta como
si uno tuviera una corbata. Sí, una corbata con tu propia lengua. ¡No, qué va!
Yo aquí no me quedo, doctor. Búsquese a otro, lo siento mucho, pero ¿yo, aquí?
¡No! Con ese corte de corbata, el corte de corbata… imagínese, el corte de
corbata… –y Valerio se alejó de mí, retrocediendo hasta llegar a formar un
grupo con los obreros que estaban allí, escuchando la conversación, con las
mismas expresiones de susto. Fue emotivo y hasta cómico verlos haciendo un frente unido
contra mí, el capitalist bastard.
Al día siguiente
fuimos juntos al campo. El gran macho de la zona había dicho que quería hablar
con los jefes de la Compañía, de cacique a cacique. En un primer momento pensé
en llevar con nosotros a algún ingeniero del Ministerio para que el trato fuera
más oficial, pero mi intuición me decía que era mejor ir solo con Valerio, a
ver si podíamos llegar a algún acuerdo «a la italiana».
Y así fue.
El cacique nos
recibió en sus predios con su cara enfurruñada de pocos amigos. Despotricaba
diciendo que, para ellos, el gobierno nunca hacía nada. Que la presa era para
llevar agua a Maracaibo, que a nadie le importaba un caserío de indios y que,
por eso, tenían que defenderse como podían.
–Bueno, ¿qué es lo
que quiere que hagamos, jefe?–, le interrumpí, cortando el río de quejas–. Si
es posible, lo haremos.
Lo miré fijamente
a los ojos y traté de darle a mi expresión la mirada más dura de un
«hombre-que-se-respeta».
Para decirlo
brevemente, el pobre hombre quería que le echáramos un poco de RC2, es decir de
asfalto, a un trecho de quinientos metros de la carreterita de tierra que
pasaba frente a su casa, para que no se levantara tanto polvo.
–Usted pide mucho… –le mentí, aliviado porque era una
exigencia insignificante. –Pero se lo voy a hacer. Y se lo voy a hacer porque
usted se lo merece, porque es un hombre valiente que defiende a su gente.
El cacique quedó
muy satisfecho porque le dije eso frente a tres o cuatro compadres.
Unas semanas
después volví a la zona y me ofreció una india «para que me calentara la cama
en las frías noches zulianas».
Tal vez tuve una
expresión incierta cuando escuché su ofrecimiento, porque consideró oportuno
agregar:
–Usted puede estar
seguro de ella, ¿sabe? Porque la que le ofrezco es… ¿Ve a esa mujer de allá? –y
me indicó con los labios, en ese típico gesto venezolano que es señalar con la
boca, una india medio viejona que estaba entre un grupo de mujeres de mediana
edad. –¿La ve? Bueno, la que le ofrezco es hija de ella, una que tuve yo con
ella–. Y entonces me señaló, otra vez con los labios, a una linda muchacha de
ojos asustados.
Debo de haber
puesto cara de alivio. En esta situación tan nueva para mí, había supuesto que
me quería ofrecer a su mujer, a la viejona esa. ¿Derecho de hospitalidad india?
¿Estaba yo obligado a aceptarla?
Mi expresión de
alivio fue lógicamente interpretada como una aceptación, así que el cacique
concluyó:
–Cuando Usted
termine su trabajo aquí, si le gusta la muchacha y se la quiere quedar, puede
llevársela, ¿sabe? Pero si se me la lleva pa' Caracas, me la tiene que pagar.
Con cien bolívares se la lleva pa'donde sea. ( Bs 100 eran $ 30 en la época)
Cuando regresamos
a nuestra oficina, mi amigo Valerio, ya tranquilizado por el problema del corte
de corbata que tanto lo había angustiado, comenzó a reírse y reírse como un
condenado:
–Ahora quiero ver
cómo sale usted de esta vaina… ¿Y si le daba la vieja? –Y se reía, aliviado
porque ahora el problema era mío–, pero la indiecita es linda, doctor, ¡tiene
unas tetas…! ¿Qué va a decir su señora esposa cuando se la lleve para Caracas?
¡Ah, pero usted y yo somos socios, doctor! Adelante, que si usted no quiere a
la indiecita –y se partía en dos de la risa–, pues yo me encargo de ella.
1 comentario:
Qué historia tan triste.
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