ITALIA. Octubre-Noviembre,
1943
En mi mentalidad
del 1943, de mis 15 años, con la gran confusión creada por los eventos
políticos y de guerra, la noticia de la constitución de la República Social
Italiana de Mussolini fue para mí motivo de alivio y casi recuperada fe.
Entonces no todos los italianos éramos payasos, polichinelas, que cambian de
bandera según cambia el viento. Y poco de fiar. Me había quemado el orgullo la
famosa frase de Napoleón sobre los italianos, y que ahora los alemanes estaban
usando con fines bien definidos de reproche y desprecio:
“No se puede
confiar en los italianos. Italia nunca termina una guerra del mismo lado en que
la empieza.”
Y Napoleone
Buonaparte era legalmente francés por un incidente de pocos meses, pero de
sangre italiana 100%, padre italiano, madre italiana, hermanos italianos,
hablaba italiano, decía groserías en italiano; para el débil y asustado Rey
Luis XVI, cuando cobardemente se puso él mismo el Birrete de Revolucionario
Francés, comentó: “Che coglione!” (¡Qué huevón!). Y lo dijo en puro italiano
folklórico que le salió del corazón.
Yo estaba muy
picado en el orgullo; no quería seguir el ejemplo de las marionetas
cambia-estandarte, de aquel rey enano de cuerpo y de espíritu que para salvar
su pellejo y el de su ya degenerada familia fue a mendigar ayuda a la orgullosa
Corona de Inglaterra. Esos ejemplos yo no lo seguiría. Aunque la guerra
estuviera ya medio perdida, preferiría la bandera del honor y la lealtad. Mejor
morir con dignidad que vivir como chacales.
Y esa era, en
buena fe, la mentalidad mía “heroica “de la época. De casi todos los jóvenes
fanatizados de la época. Justa o errada que fuera, eso era lo que sentía. Y no
era, lo juro, no era por simpatía especial para los alemanes o antipatía
especial para los americanos. Si acaso era todo lo contrario: era duro soportar
la arrogancia germánica. Pero se trataba de un principio moral. De mantener el
honor de la palabra. Y una vez regresado a Roma, fui a inscribirme al Partido
Fascista Republicano. En la plaza Bainsizza, cerca de mi casa. Me aceptaron.
Pero cuando pedí que me aceptaran también como voluntario en las tropas de paracaidistas
(quería ir en la Folgore) para ir a pelear a Sicilia invadida por el enemigo,
me mandaron a hablar con el Teniente Anciano. Se dice “anciano” cuando el
oficial está a punto de ser promovido “por ancianidad” al grado superior. Este
teniente anciano lo recuerdo todavía muy bien. De anciano no tenía mucho. Era
un joven de 25 años, quizás. Pero, claro, para chicos de 15, era un anciano.
“¿Para qué quieres
ir con los paracaidistas a combatir contra los americanos?"
“Porque no quiero
que el sagrado suelo de la patria sea contaminado por comerciantes, hebreos y
negros y además por lealtad al aliado germánico.”
(No debería ser
necesario aclarar que cada evento, frase u opinión, como ésta, debe ser
considerada en su contexto y no ser vista con “il senno di poi”, o sea con los
ojos de hoy en día. Claro que estaba fanatizado. ¿Y no lo estábamos todos? ¿Cuándo
escuchábamos las clases de religión? ¿O los cuentos bellísimos y falsos de las
abuelas? ¿O las seductoras fantasías marxistas, fascistas, nazistas y racistas?
¿Cuándo nos enseñaron que al que te golpea hay que ofrecerle la otra mejilla?)
“Ah”, el teniente
me miró. Y siguió mirándome un buen rato más, quizás evaluándome. Claro,
repito, una frase así como la dicha por mí es tremendamente cursi, hoy Cursi a decir
poco. Pero en esos tiempos yo creía en eso con el entusiasmo del muchacho
enamorado de una idea; el teniente me miraba y siguió: “¿Tú sabes, camarada,
que cuando habrás terminado tu entrenamiento, ya Sicilia habrá caído
completamente en manos del enemigo? Y ¿sabes por qué lo harán tan rápido? No
solamente porque tienen industrias que nosotros ni soñamos, sino porque,
además, liberaron a todos los mafiosos que Mussolini había encarcelado y les mandan
a pagar indemnizaciones por considerarlos Victimas del Fascismo. ¡Los compran! Les
pagan. Así que los mafiosos se han transformado de delincuentes en héroes, y
han aumentado su poder en Sicilia.”
Se quedó pensativo
y luego continuó más o menos en esos términos: “Tú eres estudiante,
inteligente, serás de los que deberán levantar nuestra Italia. Ciertas cosas
debes saberlas. La C.I.A. norteamericana hizo un pacto de “honor” con Lucky
Luciano, el mafioso siciliano más importante encarcelado en U.S.A. Le
suspendieron ya la pena del ergástulo, y
le darían su libertad completa si logra en Sicilia que sus colegas mafiosos
ayuden a las tropas aliadas en la invasión de la isla. Y eso es lo que está
sucediendo. Nadie se opone a la entrada de los aliados en Sicilia.”
Claro, el teniente
decía lo que sabía, pero no decía toda la verdad. Y no podía porque no sabía
todavía que, con mafia o sin mafia, las industrias de Estados Unidos
conquistarían en poco tiempo a toda Sicilia, a toda Italia, a toda Francia, a
toda Alemania, a toda Europa.
El teniente me
siguió mirando. Me preguntó:
“¿Cuántos años
tienes tú?”
“Quince, señor
Teniente… pero dentro de poco voy a tener 16”
El teniente siguió
mirándome, esbozando una leve sonrisa:
“Claro, después de
los 15 vienen los 16… Y ¿no crees tú que a los 15 años la Patria tú la sirves
mejor en los bancos de la escuela? ¿Qué haces tú ahora?”
“El año que viene
entraré al primer año de Liceo Clásico al Mamiani, señor teniente”
“Entrarás… si es
que no vas a Sicilia. Mejor que vayas al primer año de Liceo. No puedo
aceptarte. Eres demasiado joven todavía.”
Y no me aceptó.
Regresé a casa, humillado. Mi mamá me abrazó, creo que llorando.
“Menos mal,
que Dios bendiga a aquel teniente.”
Y mi papá,
mirándome con una expresión indescifrable:
“Todas excusas
para no estudiar”.